Por Carlos Valdés Martín
Amanecí algo emocional. Recordé cuando una mañana del 19 de septiembre de 1985 un terremoto me despertó y salí corriendo con mi bebé de 1 año en brazos. El edificio donde vivíamos era de 22 pisos y el efecto fue tremendo. Pensé que no solamente se estaba derrumbando por el ruido de ladrillos y maderas, sino también incendiando por una humareda alrededor. Bajé rápido porque era el tercer piso. Lo hice lo más rápido que pude y descubrí que no era humo sino polvo de cemento y yeso que ensombrecía alrededor. Justo al lado el enorme edificio Nuevo León donde dormían 300 familias, la mitad estaba en el suelo. Mi automóvil estaba cubierto de un yeso fino, como si hubiera nevado. Sin pensarlo 2 veces moví el automóvil en reversa. Alejándome del edificio caído, para dirigirme hacia la casa de mis padres, que estaba a ras de piso y en una zona no sísmica de la capital. En el camino, miré la gente saliendo asombrada de los subterráneos del metro. Miré edificios caídos sobre Reforma, gente desconcertada, patrullas y bomberos con sirenas abiertas. Bastaron pocos minutos entre el caos y la confusión para llegar al destino. Dejé a mi bebé con sus abuelos, mientras intentaba poner en orden mi cabeza.
Después de esa experiencia, dos años después un amigo de la aseguradora Asemex, me invitó a trabajar en el ramo de seguros. De esa experiencia había visto que los seguros sí eran útiles. Ahí comenzó mi carrera de vida como agente de seguros. La oferta de seguros ha crecido mucho y se ha ampliado ante terremotos y otros fenómenos naturales. Me enamoré de la profesión, a la fecha sigo dando servicio y animado con mucho que ofrecer.